martes, 24 de agosto de 2010

El Olor del Ámbar


Cuando escuché que el ámbar tenía olor, quedé un poco confundida, sorprendida también a mi corta edad. 

Me acerqué bruscamente a mi madre, me subí en sus piernas como escalando con la intención oler su collar.

No había ningún olor nuevo allí, sólo un tenue aroma de jabones lejanos y a sudor de la tarde.

Mi madre pensaba que era una insolente, le avergonzaban un poco mis conductas abruptas, mi curiosidad por las conversaciones ajenas, mis preguntas sin delicadeza. Se sonrojaba frente a sus amigas, se excusaba y me mandaba al patio a jugar.

Nana me contó entonces que el ámbar se obtenía de la resina de algunos árboles. Después que las gotas brotaban de sus entrañas el viento las endurecía. Algunas, muy raras veces atrapaban insectos al caer, esos eran los más caros, era muy difícil atrapar un insecto con una gota tan lenta…
 Yo le creí.

Caminé hacia el fondo del patio, pisando la hierba con un ritmo en crescendo, me subí al árbol del fondo de la misma manera que lo hiciera minutos antes en las piernas de mi madre. Cerrando los ojos acaricié el tronco con mi nariz. El olor del ámbar tomó sentido allí. Olía a madera gris, a hojas húmedas, a viento suave.
 Poco después un arrullo acarició mis oídos, una canción de cuna. No supe distinguir si era mi Nana quien cantaba a lo lejos, si era el árbol que me abrazaba y me mecía entre sus ramas o si era el sonido de una gota de ámbar que trataba de adormecer algún insecto antes de caer.