Cuando mis ojos no quieren ver la luz, cuando la cabeza está pesada por el alcohol consumido y los destellos de memoria intermitente incluyen caras sonrientes, recuerdo.
Recuerdo que una vez éste era el estado natural de vivir, la preciada lucha constante por no caer sobre el computador rendida. Poseida por palpitar de ese motor ilusorio como esperanza, del poder ser de nuevo consumidora del combustible que me repusiera la fuerza y me devolviera la antorcha. Mi gasolina.
"Podemos dormir cuando se acabe la vida", debí tatuarme esa frase en la espalda.
Hoy continua con una marcha ligera, esa vida, ahora tan llena de tropiezos y padecidas realidades.
Pienso que perdí el rumbo, el camino a la perdición que llevaba en los años de libre albedrío. La maleza escondió el trillo conocido y confortable que me llenaba de orgullo. Éramos exclusivos, éramos pocos los que queríamos vivir la vida muriendo.
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