La vibración hacía temblar los vasos, el sonido del cristal contra la meseta adornaba con un toque pulcro el zumbido constante en el ambiente. Se chocaban los cubiertos unos con otros. Maya aceptaba a través su vientre apoyado en la meseta el pequeño temblor de tantos meses. Sus oídos se querían hacer sordos para ignorar el permanente taladreo de las maquinarias pesadas. Pelaba unas papas para el desayuno.
Miguel salía de la habitación, se le acercaba por la espalda, le decía al oído que era tarde ya, que no se preocupara por la comida.
Maya no pudo escuchar la idea completa, le preguntaba con una muesca en la cara y él más fuerte lo volvía a repetir.
Ese era el problema de estar aferrado a una mujer y a un hueco, son los únicos que quedan en el edificio porque Maya ama ese lugar y él la ama a ella. Pero todo es cuestión de costumbre, piensa Miguel, de esperar a las nueve a que terminen las labores de construcción del nuevo túnel que casi les pasa por debajo, de añorar los domingos por la tarde cuando hay paz y soledad compartida.
Los menesteres de la pantomima se han ocupado de tenerlos juntos, de llevar esa relación muda, ahora de 6 a 9, después de que se hartaron de contribuir con sus gritos a la insoportable y constante sinfonía de los túneles en proceso.
Miguel decía adiós, lo repitió varias veces, Maya distraída miraba hacia afuera por la ventana, la despedida se perdía entre el sonido cotidiano, él salía con un negativo en la cabeza, tampoco pudo escuchar la puerta al cerrar, se quedaba absorta viendo como caminaba un vaso hacia el precipicio de la meseta y cantando en su mente una canción.
Se volteaba para despedirse, se daba cuenta que Miguel se había ido ya al otro lado del mundo, retomaba la canción en su mente, se ponía limpiar.
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